lunes, 3 de noviembre de 2014

"Parejas Evolutivas y Parejas Tóxicas".




¿Cuál será el propósito de tener pareja? En el pasado, fue obvio formar una; pero como muchas otras cosas, ya no lo es. Primero cayó el matrimonio como institución sacrosanta –con un altísimo nivel de divorcios y otro gran porcentaje de parejas que viven juntas de facto-; luego, está todo el cuestionamiento que ha venido en relación a si el matrimonio es entre dos individuos o sólo entre un hombre y una mujer… Se nos enseñó que lo normal y valorado por la sociedad es que un hombre y una mujer se casen en una relación monógama y tengan hijos, y muchos siguen repitiendo este patrón de manera automática e ingenua, sin saber exactamente qué buscan en esto.

Sin embargo, “la familia” es otra institución que atraviesa una enorme crisis, porque ya está claro que no basta con tenerla para “ser feliz” (¿?) y además están los altísimos niveles de violencia intrafamiliar (incluyendo el abuso sexual con los niños) y el simple y rotundo desplome del sueño rosado que nos transmitió Walt Disney respecto a lo que puede esperarse del encuentro con el príncipe azul, la princesa rosada y los niños perfectos –que nunca tienen ni dan problemas-.
Quisiera proponer una idea que vi muchos años atrás en la escuela mística Instituto Arica, de Oscar Ichazo: se proponía la “pareja para la evolución”. Es decir, formar pareja teniendo como propósito central ayudarse mutuamente a evolucionar como individuos. Esta idea me hace cada vez más sentido, porque es natural que el chisporroteo inicial de luces de colores, ilusiones, proyecciones y encantamiento mutuo –eso que llaman enamorarse- ceda después de unos años… y entonces, ¿qué queda? La oportunidad de generar más intimidad y honestidad, de ser a la vez un espejo y un apoyo mutuo para que ambos desarrollemos nuestras capacidades, nuestros intereses, nuestro potencial; en suma, nuestra individualidad.
Como se puede imaginar, en esta concepción los hijos no son obligatorios –como en el cuento de hadas que aprendimos a valorar-, y dependerá de los dos establecer acuerdos sin traicionar la propia preferencia. ¡Qué diferencia!, ¿no? Estar con el otro no por obligación de un contrato sino por deseo mutuo, lo que implica que se unen dos individuos que intentan cada uno responsabilizarse de sí mismo –de sus necesidades, sus deseos, sus sueños, sus intereses, sus preferencias- y crecer, sin atiborrar al otro de expectativas respecto a cómo debe ser o comportarse –para llenar mis propios vacíos-.
El matrimonio tradicional es, para muchos, chato y limitante. Generalmente no permite crecer a las dos personas, quienes se escudan en los hijos o en el deber para no realizarse como individuos. Que el propósito central de la pareja sea establecer y mantener el grupo familiar puede ser muy estrecho para muchos. La falta de un propósito más trascendente ha dado origen a multitud de casos en que uno se pregunta qué hacen juntos tal con cual… si pelean todo el tiempo y se inhiben mutuamente sus sueños.
Una pareja debiera formarse para pasarlo bien, juntos y separados –a veces juntos y otras, con otras personas-, para apoyarse mutuamente, para que el encuentro con el otro sea un estímulo para el corazón, el cuerpo y/o la mente…, para compartir los sueños, los que a veces se vivirán con el otro, y otras, no. No todo puede hacerse con el otro, y es probable que no comparta con el otro muchos de mis intereses y percepciones. Y eso no es malo: no tenemos que ser iguales –lo que sería tremendamente aburrido- sino disfrutar la diferencia, los matices, las distintas percepciones, que no son mejores o peores, sino simplemente diferentes.
Desde esta perspectiva, ¡qué triste ver parejas en que uno se cree dueño del otro, en que uno (o los dos) se creen con derecho a permitir que su pareja haga esto o lo otro! (“Mi marido no me deja hacer tal o cual cosa”, “Mi señora me prohibió que me junte con mi grupo de amigos”).
Estas parejas no la conciben como una instancia de crecimiento mutuo, sino como una asociación en que el otro(a) debe vivir en función de mis necesidades, deseos y caprichos, para poder sentirme seguro(a). Entonces, en función de eso, me creo con derecho a controlar y conocer toda su vida privada: reviso su celular, su correo electrónico y lo(a) interrogo cuando vuelve a casa, para verificar si no ha hecho algo que no me guste, si no ha visto o hablado con alguien que supuestamente me pueda “robar su afecto”…, un estado policial en mi propia casa. No se regocijan con lo que el otro disfruta –ya sea un partido de fútbol, un té entre amigas o proyectos propios de sus intereses-, sino que lo sienten como un tiempo que le roba a él(ella)… como si ese individuo fuera su propiedad. Qué inseguridad, qué egocentrismo…, qué infantilismo, en suma. Ninguno de nosotros es el centro del universo: ni el mejor amante, ni el mejor conversador, o el más inteligente, culto, cariñoso o nutritivo para el otro. Si la otra persona elige día a día quedarse conmigo y dedicarme su tiempo y energías, agradezcámoslo: no lo tomemos como “su deber” –ya sea por mis dudosos méritos o por algún contrato antediluviano-.
La añeja institución del matrimonio tradicional se halla –con toda razón- en crisis, pues se centra más en obligaciones que en la verdadera felicidad. Espero que se desplome lo antes posible, por el bien de cada individuo y por el bien del amor verdadero. 
Alejandro Celis.
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Imagen: ellahoy.es