martes, 19 de julio de 2011

“De Niña a Mujer”. Marcela Paz.




“Tendrás mucha Paz”, fue lo que me dijo una tarotista hace 7 años atrás, lo cual resultó ser profético. En ese entonces no lo creía posible  aunque tenía  una vida normal, pareja, un hijo, trabajo, todo lo socialmente establecido para ser feliz, pero en mi interior experimentaba una eterna desazón, con un profundo cansancio y sentía mucho miedo. Mi mente se perdía navegando en una dimensión paralela repleta de carencias y conflictos, mi cuerpo se defendía en todo momento de peligros reales e imaginarios, estaba tensa, adolorida, asustada, sin fuerzas ni ganas para celebrar la vida. Percibía la vida como  un camino difícil de recorrer, no había dicha ni placer en nada de lo que hacía y sentía. Y n
ada de eso era visible a los ojos del mundo. Trabajé en diversos oficios,  teniendo la facilidad para realizarlos con perfección, pero elegía lugares en que explotaban a la gente, a cargo de jefes despotas y distantes, con horarios extensos, mal pagados, con compañeros envidiosos, traicioneros y chismosos. Hoy entiendo que era un reflejo de mi interior.  

Necesitaba ayuda profesional para entender porque mi cuerpo no tenía energía para sostenerse, y saber la causa por la que me esquivaba la felicidad que solo veía en los demás y en los spots de la tv.  Accedí a varios de los mejores especialistas en el área de la salud sicológica y mental que me recomendaban conocidos, quienes resaltaban sus extraordinarias capacidades diciendo que eran expertos en estas materias.  Conocí a varios de los distinguidos médicos, escuché sus palabras y probé sus fármacos, pero seguía confundida, enferma y exhausta.  Mi dolor no cedía ni un centímetro y me intoxicaba a diario con puñados de drogas para subir el ánimo sin lograr sus efectos e ingería cada noche dosis de somníferos en cantidades que botarían a  un elefante, dejándome cada vez mas inhabilitada, ausente y ahondando mí desgracia. A pesar de no haber cambios, insistí en seguir sus indicaciones por algunos años.  Por ese entonces, las cosas estaban muy revueltas en mi interior y los pronósticos de los entendidos eran lapidarios: es depresión endógena, tu madre la tiene y tienes que aprender a vivir con esta enfermedad. Pero algo no me hacía creer en ese diagnóstico, y ya harta de esta existencia, me pregunté por primera vez cual era la causa de tanta penuria en mi vida.  La fundamental pregunta tuvo una pronta respuesta que vino en un sueño, permitiéndome retomar el tema que despertó tempranamente mi pasión y al que le he dedicado muchas horas de estudio: la razón de la existencia y de que material verdaderamente estamos hechos los humanos. Desistí de los procedimientos del hombre al darme cuenta que la medicina y el raciocinio de los médicos poco y nada sabían de lo que necesitaba mi cuerpo y mi espíritu.

El inicio del cambio fue una noche en que el sueño era liviano, inesperadamente me transporte por un tubo a los 4 años de edad, las imágenes eran borrosas, sin embargo las sensaciones eran contundentes. Respiraba a través de mi pequeño cuerpo, mis brazos extendidos tocaban el aire, daba pasos buscando un apoyo sin sentir la presencia de nadie ni lograr tocar algo sólido, en ese instante experimente una profunda desolación y pude ver la causa de mi desamparo. Intuitivamente se me reveló la razón por la cual tenía el alma extraviada: cargaba una infancia inconclusa, repleta de abandono, violencia, humillaciones y desamor, en la cual se gestaron verdaderos demonios que me herían a diario, dejándome al borde de la locura con heridas supurando sin posibilidad de sanar. 

En el tiempo en que fui niña,  década de los 70, no se sospechaba que los niños necesitaban ser sostenidos en la inocencia con juegos y caricias para formar el carácter, el temple y la autoestima. Mi hogar, constituido por mis padres y un hermano, era un permanente frente de batalla, un lugar de peleas, insultos, soledad y desencuentros. A quien mas recuerdo es a mi madre, una mujer frustrada, depresiva e iracunda, quien era una especie de arpía que nos perseguía por toda la casa,  siendo capaz de sacar de sus casillas a un maestro zen. Mamá me estimulada con constantes descalificaciones, groserías y humillaciones, tampoco perdía ocasión de hacerle escándalos a mi padre por el motivo que fuera,  razón suficiente para que este se ausentara casi completamente de casa, arrancando de esa pesadilla diaria de peleas donde tenía todas las de perder, dejándonos a mi hermano y a mi en el más profundo desamparo y abandono, en manos de quien no tenía ni las ganas ni la paciencia para criar niños.

Esa etapa de mi vida se quedo impregnada en mi cuerpo como un mal presentimiento, no escatime las consecuencias de lo vivido en esa época porque en la inocencia de los inicios todo transcurre intensamente, en tiempo presente.  Aún en ese escenario, existía una confianza ciega en el proceso de la vida, no distinguía las razones que motivaban a los demás en su actuar, no analizaba las causas, mucho menos las consecuencias de los hechos.  En mi caso, aprendí tempranamente que solo podía obedecer sin pensar. Cuando me atrevía a hablar,  mis ingenuas ideas de la vida eran tomadas por estupideces, mis palabras eran pulverizadas con un grito silenciador,  y todos mis actos castigados. Como medida de protección para no seguir trasgrediendo mi  intimidad, me mimetice con los muebles y las paredes del lugar, silencié mi voz, actuando siempre alerta y solicita para no despertar  la furia que yacía latente cerca de mi, como una fiera oculta en las sombras pronta a atacar. Ya conocía la violencia y era inútil razonar con ella, solo podía intentar engañarla para sobrevivir. 

Desde la capacidad de mis escasos sentidos, desde esa época mi mente fue creando atajos que me hablaban de la realidad, rellenenaba los espacios vacíos del actual momento con lo que ya había conocido anteriormente. Aprendí a suponer sobre  las personas,  los objetos, y de todo cuanto me rodeaba, encarcelándolos en una referencia del recuerdo. Recuerdos que vivían en mi como una angustia que no me dejaba a sol ni a sombra.

Con este destino marcado por la energía de mis ancestros, mi vida estaba condenada al fracaso, mi mente al desquicio y mi cuerpo a la enfermedad. Considerando esas posibilidades en mi,  pude dar un paso atrás y examinar el guión que se venía repitiendo en el linaje de mi familia. Lo único que sabía era que estaba demente, tan demente como todos ellos,  y esa despiadada lucidez me permitió considerar otras posibilidades para recorrer.

Al salir de la casa de mis padres tapé el asunto del maltrato con un manto de olvido, pero tenía la sensación constante de estar rodeada de sombras, perseguida siempre por malos recuerdo e incómodas sensaciones que se refrescaban con lo que el mundo más sabe ofrecer: esa obsesiva búsqueda de la peor perversión, traición y dolor. Lo más  mórbido de nuestra raza está constantemente promulgada por los medios masivos de información escritos y visuales, impregnándola siempre de infamia, tristeza y horror, para deleite de los consumidores de estas escenas, siendo ésta la prueba fehaciente de la conciencia  inexplorada y dormida. 

Experimentaba  una doble vida, por naturaleza soy amable, confiada, generosa y mis anhelos mas profundos hablaban de amor al prójimo y paz, lo que contrastaba con lo que veía reproducirse en mi vida y en la vida de muchos de los que me rodeaban causandome una profunda desesperanza.

Con la imperiosa necesidad de respirar aire fresco, busqué solucionar mi embrollo utilizando medios no convencionales, introduciéndome en un mundo de energías al que solo había conocido en textos de metafísica. Estaba espectante de  iniciar mis pasos en el y conocer en carne y hueso a los escritores y maestros de textos repletos de sabiduría y amor. Me faltaba mucho por ver, experimentar y aprender. 

En este invisible y mágico territorio se venden beneficios intangibles  para la salud del cuerpo, mente  y espíritu, mi ingenua idea de la realidad me decía que al ser de energías de sanación, necesariamente tenían que ser energías de amor y quienes lo promulgaban, seres excepcionales.  No fui capaz de vislumbrar la codicia y el ego en esta inexplorada región. Con el tiempo me dí cuenta que de todo hay en todos los ámbitos de la sociedad . Comencé asistiendo a rituales de magia que se realizaban de acuerdo a la fase lunar. Consulté milenarios oráculos, naipes de tarot y simbólicas runas, me sometí a sesiones de acupuntura, hipnosis, reiki y esencias de flores. Y con un mapa de las dimensiones exactas de mi departamento, me entregaron un informe con las energías del lugar y lo ordené de acuerdo a los preceptos que ordena el Feng Shui. Buscaba y me daba cita con seres que decían transferir fluidos síquicos con sus manos y sanar lo que sea con sus poderes sobrenaturales y elixires de plantas alucinógenas, sin dar con el paradero de ninguno que valiera la pena mencionar. Por el camino conocí a algunos iluminados charlatanes que se benefician ofreciendo fórmulas energéticas milagrosas a los humanos que vuelan bajo cargando con la ciega desesperación de las enfermedades, carencias y el desamor, dejando un halo de mentira y desilusión. Nada calmaba mi miseria, angustia y cansancio. Buscaba la armonía y la belleza que mi alma insistía que existían, soplándome al oído sus bondades y suplicándome que no desistiera de la búsqueda. Pero no las podía encontrar. 

Una tarde de verano fui a una charla de crecimiento personal en un lujoso hotel de la capital, la encargada de enseñar técnicas de asertividad era una joven mujer de nacionalidad española, quien con histrionismo contaba como cada persona puede vencer los obstáculos físicos, emocionales, mentales y espirituales asumiendo la responsabilidad de la propia realidad, moldeándola a su antojo, como arcilla fresca en las hábiles manos de todos quienes descubren los secretos y leyes del universo. Más allá de sus soluciones practicas para mejorar la convivencia que fascinaban a mi alma sedienta de cordura,  una frase que pronunció esta mujer me trajo a la tierra, una familiar frase que me susurraba majaderamente una vocecita interior y como una contraseña entre mundos, me resucitó de la larga agonía: “lo imposible es posible”. 

Tome un taller para aprender a meditar,  con cuatro sesiones en el cuerpo y un mantra personal, estaba capacitada para la no acción de la meditación. Sagradamente me daba cita en la mañana muy temprano y al entrar el sol en un espacio libre del movimiento y de los ruidos de mi hogar. Al silenciar los pensamientos pude leer las emociones que flotaban a mi alrededor y que se hacían carne en mi humanidad. Tenía la sensación de haber cometido algo vergonzoso, experimentaba la incomodidad de nunca estar en el lugar ni el momento adecuado, y creía ser despreciada como una leprosa quien no merecía la bondad ni la misericordia de dios. Estaba repleta de prohibiciones, culpas inconfesables, miedos tormentosos, fracasos y responsabilidades impostergables, necesitaba huir de este mundo de pesadilla, pero eso no era posible, estaban impregnada de todo eso. Era la realidad creada desde la interacción con todo lo que había visto, oído y olfateado desde mucho antes de aprender a caminar con mis propios pies en esta tierra. 

Al mes de intentar rozar el nirvana en la posición del loto, se desprendió de mi cuerpo una criatura redonda, de color gris oscuro y deforme, la observé detenidamente,  tenía mucho miedo y cansancio,  respiraba agitadamente, casi sin aire en los pulmones. Esa entidad se me había enroscado en mis huesos succionando la pasión que circulaba por mis venas.  Correr no era la solución y antes de entrar en pánico, la envolví en una burbuja de energía repitiendo conjuros conocidos e inventados que fueron de gran efectividad. La vi desaparecer y experimente una sensación de alivio y libertad. 

Le comenté a la loky, mi amiga de toda la vida, que estaba decidida a sanarme del pasado, un pasado que solo tenía en dolorosas sensaciones. Fue ella quien me  recordó un episodio que me costó mucho tiempo asimilar como propio. A los diecinueve  años no dormía, mis ojeras delataban el cansancio en el rostro, entré a su casa y me preguntó que me pasaba.  No duermo, le respondí. Mamá está en la cocina en la noche y me da miedo dormir, escucho como mueve los cuchillos en el cajón del servicio y cuando hay silencio espero con la guata apretada que entre a mi pieza y me mate.  La miré largos segundos sin poder creer la historia que me contaba. Ella quedó traumada cuando le  relaté lo que para mi era el pan de cada. De las pocas cosas que recuerdo como hechos concretos, tenía unos doce o trece años, era de noche y estaba profundamente  dormida en mi cama. De un segundo a otro desperté  sobresaltada al sentir como arrancaban las frazadas que me cubrían para darme con la correa varias veces en el cuerpo, veía a mamá descontrolada golpearme con furia 
mientras mi papá observaba en la puerta. Nunca supe ni siquiera sospechaba la causa o  el error que me hacía recibir ese castigo, por lo que  me dormía mucho tiempo después cansada de llorar, con una impotencia que ya era mi costumbre sentir. Fue por un par de esos episodios y por la rutina basada en el maltrato emocional que no dormía cuando sospechaba algún inminente peligro. Pero la memoria utiliza recursos para protegernos. Cuando la Loky me lo contó, esa historia era totalmente ajena a mi, era imposible que me hubiese sucedido.  Si otra persona me lo cuenta, no lo creo, pero ella siempre ha sido una mujer sólida, sana y consciente,  ha estado conmigo la vida entera, y ha sido mi amiga incondicional cuando mas necesité cariño y contensión.

Desde el silencio comencé una nueva relación con la persona que se reflejaba en mi espejo, me veía tan distinta a como el resto me percibía, incluso quienes mas me conocían sentían cariño y admiración por mi tranquilidad y dulzura, sin saber que muchas veces fingía esa calma y felicidad. Saqué cada una de las mascaras que me ayudaron a sobrevivir en esta realidad y así pude saber quien era en verdad esa mujer del espejo, con la que tenía una relación mas basada en el odio que en el amor. A la par, estudié uno de los textos sagrados más importantes en la transformación de mi vida y mi conciencia, El Poder del Ahora, libro de un escritor alemán, de aspecto inocente e inofensivo del cual se desprende  un halo de bondad. El me señaló un camino que solo yo podía recorrer, y haciendo uso de una voluntad que nunca antes había desarrollado, dirigí mis pasos en la búsqueda de mi esencia, mi cordura y mi madurez emocional y espiritual.

Para abrir la puerta del ahora, constantemente me preguntaba: ¿Qué siento ahora?. Casi siempre hervía en emociones confusas, estaba impaciente, nerviosa, con miedo, cansada, rabiosa, pero no permitía que mi mente empatara con esas emociones, observaba a la distancia precisa para no caer en la trampa de esas emociones que me habitaban, y así no permitir que mi mente  justificara sus existencias. Solo observaba.  De tanto observar como mi mente creaba la realidad,  desnudé la creencia que se suponía me salvaría de la perdición: esperaba que algo de importancia sucediera en mi vida para alcanzar la paz. Creaba fantasías que me mantenían en la luna, esperaba un príncipe azul perfecto, exitoso, perfumado y musculoso que con su ciego amor hacia mi, me haría flotar en el aire, dejaría todo botado, familia e hijos y me iría con el a un paraiso inventado, en donde por arte de magia se desaparecerían todos mis males. O como opción a ese sueño rosa, ganarme un premio millonario el que me ayudaría a comprar el autoestima que nunca tuve.  Vivía en las nubes  y el pasado aún  me pesaba en los músculos, arrastraba un ancla de buque, y mi mente se negaba a admitir lo que no debió suceder. Mi vida era un desastre y era más fácil culpar al pasado que hacerme cargo de mi desgracia actual, o inventar un futuro, en el que seguro era millonaria y tenía la salvación.

Comencé a centrarme en el minuto en que respiraba, me dolía el cuerpo y era adicta a los relajantes musculares y marihuana, hasta que decidí cerrar la boca prometiendo nunca más volver a tomar una pastilla ni fumar hierbas que me nublaran la razón. Cuando no daba más por las contracturas, me encerraba en el baño, daba el agua de la ducha con el agua hirviendo golpeando mi cuerpo para que derritiera el dolor y lloraba desesperadamente exorcizando las palabras del pasado que retumbaban en mi agónico cuerpo como si me las estuviesen diciendo en ese instante. Esas palabras tenían vida propia en mi mente y utilizaban su poder para herirme y torturarme sin tregua ni pausa. Cuando lograba salir del agua me alargaba como un gato sin dejar un solo músculo sin estirar, muchas veces sufriendo calambres que me dejaban en el suelo sin respiración. 
Luego tomé medidas con respecto a mi inclinación a lo tremebundo, desde mi conciencia y no desde mi mente enferma dejé de tener miedo primero en lo doméstico. Respiraba hondo cada vez que sonaba el teléfono para aquietar los latidos acelerados de mi corazón, el ruido de ese aparato era la señal definitiva que alguien cercano había muerto dramáticamente. Al oír encender el motor de un auto, dejé de esperar sin aliento la explosión que lo haría volar por el aire salpicando fierros y sangre, y se me fue el trauma de ver un cuchillo, el que siempre imaginaba atravesándome la piel. Cuando le comenté de esos miedos a mi marido, me miró dos segundos y me dijo que no me preocupara, iba a comprar una camisa de fuerza para cuando fuera necesario utilizarla. 

No pasó mucho tiempo, ya no recuerdo cuanto, un mes o dos antes de sentir los efectos del silencio y de la conciencia expandida. Una mañana de primavera, caminaba por patronato con la Loky, ella hablaba poniéndome al día en los temas de su vida, cruzamos una calle rodeadas de gente en esa chimuchina que es ese barrio de comerciantes árabes y chinos con sus tiendas repletas de trapos y ofertas. De repente me llamó la atención mi respiración, un soplo de aire fresco entró  fácil y fluido por mi traquea pasando como una caricia por mi corazón, llegando a mis pulmones expandiéndolos en toda su magnitud.  Su conversación de repente me pareció muy interesante aunque no era nada trascendental, mis oídos escuchaban alertas y curiosos sus palabras y al mirar el entorno, los colores de las personas y de las tiendas se inundaban de intensos y nítidos colores. Nada existía más que ese momento, mis sentidos despertaron de un largo sopor y mi mente no estaba inventando una tragedia o una fantasía. Me habitó completamente una profunda paz y alegría de ser, estar, sentir, oler y ver. Ese satori duró cinco minutos, tiempo suficiente para que no lo olvidara y nunca más abandonase las prácticas que me daban de probar la verdadera libertad de la existencia y la revelación de una paz que no es de este mundo. 

A los 32 años estuve por última vez con mi mamá. Estaba en un hospital al lado de la cordillera, sus pulmones eran pequeñas y duras pelotas, sin espacio ni voluntad para el intercambio de oxígeno. Sus órganos fueron desplazados de su lugar por bolsas repletas de virus y bacterias que crecían a su antojo, verdaderas bombas racimo a punto de estallar  y extinguir su vida. Tenía su piel pálida, arrugada, pegada a los huesos y pesaba pocos kilos.  Nada quedaba de la robusta mujer que me acompaño en la infancia. Sus órganos no tenían fuerzas ni ganas de seguir en sus funciones, secuela de una enfermedad que no permitía a la sangre regar su cuerpo; ese fluido vital bombeado por el corazón, sede del amor y la pasión que jamás conoció, se negaba a recorrerla. Los médicos intentaban darle una nueva oportunidad de vivir  inyectándole a través de mangueras líquidos nutritivos e introduciendo tubos en su garganta para que entrara oxigeno a la fuerza en sus pulmones, practica dolorosa que la hacía llorar a gritos, suplicando que pararan. Yo solo podía esperar tras la puerta para poder darle algo de consuelo cuando terminaran de intentar salvarla. 

Solo a mi me permitían estar en ese recinto militar cuando ya las visitas habían sido sacadas hacía horas del lugar, el médico jefe de el centro hospitalario es un muy buen amigo, y las enfermeras me reconocían porque siempre me veían a toda hora atendiendo las necesidades de esa mujer, sin hacerme comentarios porque sabían que nos quedaba muy poco tiempo para estar juntas. 

Una noche muy tarde, al colocar mi mano en la puerta para salir de su habitación me inmovilicé y di la vuelta para mirarla, ella tenía sus ojos clavados en mi y con una sonrisa que nunca antes me había regalado, me dijo: “Tienes que ser feliz”. Le sonreí diciéndole que ya lo era, pero no me dejó terminar y me exigió: “Sea como sea, tienes que ser feliz”. Asentí con la cabeza y me fui. Esa noche entró a la antesala de la muerte en un sueño profundo, sin vuelta y sin dolor. Al otro día, antes de desprenderse de la vida y despedirse de su cuerpo, le sostuve la mano y pude ser testigo de ese misterioso tránsito en que todos nuestros errores son olvidados y perdonados. Por algunos segundos salió de su profundo sueño y abriendo los ojos los fijo en alguien que yo no era capaz de ver, estaba a unos centímetros de su rostro iluminando su mirada. No sé si escuchaba a los que estabamos en este mundo, pero mientras me despedía casi sin poder hablar ni contener las lágrimas sus facciones se llenaron de dulzura, regalándome su última imagen repleta de belleza y paz, dejándome la certeza de que estaba en muy buenas manos en ese misterioso reino de ángeles, espíritus y eternidad. 

Dicen que la infancia es reflejo de las vidas pasadas, si es así, cumplí una larga condena por crímenes que no recuerdo.  Por mucho tiempo estuve presa en una rabia sorda, impregnando y enfermando mis músculos, huesos y sangre, salpicando de ira y resentimiento a mi presente y a quienes me rodeaban con un pasado que ya había dejado de existir, pero que me rondaba como un fantasma falseando los datos de la realidad. Mi excepcional ignorancia acerca de la vida, junto al poder de mi imaginación no permitían que diera los pasos a la adultez emocional, ni espiritual. 

No había podido perdonar a mi madre de su legado. Solo  el silencio y mi presencia me ayudaron a calmar la furia heredada, espantar los demonios, sanar las heridas y perdonar con todo mi ser.  Fué así que dejé de mirarme el ombligo abandonando para siempre el papel de  víctima y le abrí paso a mi espíritu ausente por tantos años. Nunca fue personal, y el odio es un sentimiento muy personal, lo alimentamos o lo transformamos, esa decisión es trascendental y solo se puede realizar en el momento en que inhalamos la vida, ahora. 

Ya no llamo a dios en el viento, porque puedo sentirlo en mi interior. Fui mutando a otra especie de ser humano, deje de ser puros reflejos, impulsos, temores y nervios, algo se ablandó en mi pecho y surgió un nuevo sentimiento que me nutre y abarca a los demás. Las personas nos parecemos mucho, mas allá de las apariencias, las historias se repiten con muy pocos cambios. Los sentimientos no distinguen razas, idiomas, ni geografía. Nos reímos y lloramos por las mismas cosas. Y a pesar de las semejanzas, cada uno de nosotros tiene su lenguaje, sus ritos, sus supersticiones y el nivel de conciencia que le permite vivir en el infierno o el cielo, en un mismo espacio terrenal. 

Al mirar hacia atrás no me convertí en sal. Hoy puedo sentir el placer de existir en mi propia piel, sentir la paz anunciada por la pitonisa, celebrar la vida, amar sin condiciones, y de paso promover la compasión y la conciencia. No podemos cambiar el pasado, sin embargo es posible disolverlo del cuerpo y permitir que la mente se calme. Mi 
y todas las historias están compuestas de recuerdos no solo mentales sino también emocionales: emociones viejas que se reviven constantemente. Tenemos el poder de no resucitarlas. Sin embargo sé como la mente nos atrapa y nos enreda,  pensamos demasiado sin ver la belleza que nos rodea. Sin la mente, podemos sentir la bondad de lo sagrado y del infinito en este limitado cuerpo destinado a desaparecer. Ese es el poder del que hablan los misticos, los profetas, los maestros espirituales, los iluminados de todas las eras. Permitir ser sin juicios, nos otorga la aceptación de lo que fué y de lo que es, logrando la trascendencia. Ese es el despertar espiritual que la humanidad está destinada a traer al mundo, porque mas que nunca tenemos ese poder en las manos y en el corazón.

Siempre es un nuevo comienzo,  siempre es hoy, siempre es este instante mágico e irrepetible y siempre puedes hacer algo bueno con el. Al final del día todo se trata de ti y de tu conciencia. 

No hay nada de lo que haya sucedido en el pasado que me impida estar en el presente. Y estar en el presente me ha permitido liberar a mi, a mis ancestros y a mi linaje de su maldición.  Hoy solo disfruto la bendición más grandiosa que recibí de ellos: la vida.
En este andar por la tierra, la compasión me hizo entender que lo único que se tiene 
es el amor que se da. Y mi experiencia me dice que 
“lo imposible es posible”. 

Desde mi corazón,
Marcela Paz.
Santiago - Chile