jueves, 2 de junio de 2011

Mea Culpa Ante Nuestros Hermanos y Hermanas Homosexuales.


Yo, pecador y presbítero, pido perdón a mis hermanos y hermanas homosexuales, en nombre mío, en el nombre de otros muchos presbíteros y en el nombre de la iglesia católica, de la que formo parte desde mi bautismo. Pido perdón porque no he sabido apreciar el don del cuerpo y de la sexualidad, porque he puesto reparos al placer y lo he considerado algo bajo, sucio y despreciable, porque he preferido seguir a Agustín de Hipona en lugar de fijar mis ojos en Jesús de Nazaret.

Pido perdón porque me he asociado a quienes discriminan a las personas homosexuales, he escuchado en silencio y hasta he contado algunos chistes que los degradan. He tolerado que se hable de ellos con desprecio y se les catalogue con epítetos humillantes. He sentido temor de ser visto en público acompañado de alguna persona manifiestamente homosexual.

Pido perdón porque no he abierto espacios para las personas homosexuales en el seno de las parroquias en las que he servido, porque me he callado ante seminaristas gays que han sido expulsados del seminario por esa única razón, porque me he guardado en privado mis opiniones acerca de la cerrazón de la iglesia respecto a los homosexuales en lugar de abrir un debate público que tanta falta hace en la comunidad cristiana. Pido perdón porque no he sabido valorar y apreciar la entrega de tantos catequistas, ministros y servidores homosexuales que hay en nuestras iglesias, porque he bajado la voz hasta hacerla un murmullo de corrillo en las reuniones de presbíteros, cuando habría debido elevarla para hablar de los homosexuales en la iglesia.

Pido perdón porque en el sacramento de la confesión no supe decir una palabra que alentara los corazones de mis hermanos y hermanas homosexuales, blandí sobre ellos el látigo del castigo, en vez de abrirles los brazos y animarlos a ser fieles a Dios en la orientación sexual que han recibido, porque me negué a bendecir las casas de quienes se habían atrevido a desafiar a la sociedad viviendo juntos, porque no quise bendecir unos anillos que iban a simbolizar su unión fiel y permanente.

Pido perdón porque he mirado con desconfianza a las personas homosexuales y he creído que la única motivación de sus acciones era la búsqueda de sexo, porque he permitido que con ligereza se hiciera una identificación entre perversión y homosexualidad, pederastia y homosexualidad, desenfreno y homosexualidad, sida y homosexualidad.

Pido perdón porque he compadecido a muchos padres de familia con hijos e hijas homosexuales, en lugar de ayudarlos a descubrir que era ésa una riqueza que Dios le regalaba al hogar para permitirle ser casa de amor, de tolerancia y de respeto a las diversidades. Pido perdón porque les recomendé que llevaran a sus hijos a terapias psicológicas para que se hicieran “hombres” o “mujeres” de verdad.

Pido perdón porque he pasado de largo frente al sufrimiento de tantos presbíteros homosexuales que he conocido a lo largo de mi vida, porque no he sabido valorar sus esfuerzos por llevar sobre los hombros la carga del celibato, porque los juzgué duramente cuando supe que mantenían relaciones íntimas con otras personas, porque no me acerqué a ellos solidariamente cuando tuvieron que padecer sanciones y censuras a causa de su orientación sexual.

Pido perdón porque me he apoyado en la posición discriminatoria que la iglesia mantiene como posición oficial en lugar de contribuir a su desmantelamiento, solamente para no arriesgar mi prestigio y mi fama.

Hoy pido perdón a Dios por no haber aprendido la vieja lección que desde la cruz nos dio su Hijo amado, la lección del amor sin excepciones y sin condicionamientos. Y pido perdón a mis hermanos y hermanas homosexuales, porque pude haber hecho mucho más para pugnar por su plena participación en la vida de la iglesia, pude haber derribado más barreras, pude haber sido más audaz.

Yo, pecador y presbítero, pido perdón.

Raúl H. Lugo Rodríguez.
Sacerdote Católico.
México.